El Frankenstein del neoliberalismo
Se va globalizando un escalofriante modelo capitalista que merma cada vez más la democracia
Es la expresión de Wendy Brown para referirse a Trump, cisne negro que aúna el autoritarismo plutocrático al más puro estilo neoliberal, exento de cualquier sujeción a valores como el de justicia o equidad, con la defensa de un nacionalismo aislacionista, perjudicial para el capital financiero. La mala relación entre nacionalismo y capitalismo es tan vieja como el conocido dictum marxista según el cual el poder económico no tiene patria. Lo extraordinario del personaje residiría en que, a pesar de haber sido creado desde los intestinos del capitalismo, este tendría una dudosa capacidad para representarlo: el monstruo habría cobrado vida propia.
Tras un año desde su elección, este imprevisible Prometeo ha entrado en el olimpo de los presidentes más nacionalistas mientras la economía le sonríe. Al tiempo que Wall Street se dispara, algunas empresas tecnológicas emprenden una jugosa repatriación de fondos instigadas por la anunciada bajada de impuestos de su presidente. Parece que, efectivamente, la fortuna sonríe a los hombres fuertes del planeta, pues también soplan vientos favorables para Orbán y Kaczynski tras años de recesión económica. Y mientras siguen comprometidos con las economías de libre mercado, achican diferencias con Rusia y China, promotores del capitalismo sin democracia.
Lo peor, sin embargo, no es que estos demagogos apelen a la democracia para proteger a sus comunidades nacionales, pues saben que en un mundo interdependiente estas acciones no procurarán a la larga el bienestar de nadie. Lo preocupante es el camino de fondo abierto: la paradoja es que su avance económico es síntoma de la completa pérdida de control sobre nuestra desbocada economía. Además de instrumentalizar la política en su propio beneficio, nuestros líderes patrioteros van mostrando hasta qué punto esta ya no es capaz de someter al poder económico. Se quiebra así un imaginario sobre la democracia y la filosofía de la historia que tan esforzadamente lo sostenía: antes que el sueño kantiano de un gobierno republicano cosmopolita, lo que se va globalizando es un escalofriante modelo capitalista que merma cada vez más la democracia.
Tras un año desde su elección, este imprevisible Prometeo ha entrado en el olimpo de los presidentes más nacionalistas mientras la economía le sonríe. Al tiempo que Wall Street se dispara, algunas empresas tecnológicas emprenden una jugosa repatriación de fondos instigadas por la anunciada bajada de impuestos de su presidente. Parece que, efectivamente, la fortuna sonríe a los hombres fuertes del planeta, pues también soplan vientos favorables para Orbán y Kaczynski tras años de recesión económica. Y mientras siguen comprometidos con las economías de libre mercado, achican diferencias con Rusia y China, promotores del capitalismo sin democracia.
Lo peor, sin embargo, no es que estos demagogos apelen a la democracia para proteger a sus comunidades nacionales, pues saben que en un mundo interdependiente estas acciones no procurarán a la larga el bienestar de nadie. Lo preocupante es el camino de fondo abierto: la paradoja es que su avance económico es síntoma de la completa pérdida de control sobre nuestra desbocada economía. Además de instrumentalizar la política en su propio beneficio, nuestros líderes patrioteros van mostrando hasta qué punto esta ya no es capaz de someter al poder económico. Se quiebra así un imaginario sobre la democracia y la filosofía de la historia que tan esforzadamente lo sostenía: antes que el sueño kantiano de un gobierno republicano cosmopolita, lo que se va globalizando es un escalofriante modelo capitalista que merma cada vez más la democracia.
Duelo metropolitano
El politólogo Jacint Jordana tiene una hipótesis interesante sobre el aumento del independentismo catalán. En un momento de interconectividad global parece contradictorio que muchos catalanes cosmopolitas, cuyo tablero de juego es el mundo, apoyen un nacionalismo que, por definición, aspira a un repliegue interior.
Sin embargo, el mundo globalizado es una contienda entre áreas metropolitanas. Madrid, con 6,5 millones de habitantes, y Barcelona, con cinco, compiten entre ellas, y con otras metrópolis europeas, por atraer inversiones.
Los gobiernos estatales intervienen en esta lucha global, favoreciendo a unas ciudades con, por ejemplo, unas infraestructuras ferroviarias o aeroportuarias. Y las élites económicas, culturales y sociales de Barcelona perciben que el Estado español ha elegido Madrid como su ciudad global. Con lo que algunos miembros de estas élites han llegado a la conclusión de que, para que Barcelona sea una ciudad global en pie de igualdad con la capital, necesita un Estado propio que la proteja.
¿Tienen motivos las élites barcelonesas para sentirse abandonadas por el Gobierno central? No hay respuesta fácil, porque la atracción que las capitales políticas ejercen sobre el capital económico es un fenómeno planetario. Que no sólo se da en países donde impera el capitalismo de amiguetes y los grandes negocios se cierran en los despachos de los ministros, sino también en los entornos más imparciales y limpios del mundo. Por ejemplo, Gotemburgo, la antigua capital industrial de Suecia, languidece ahora tras la estela de la refulgente Estocolmo. Y no se les ocurriría a los gotemburgueses culpar a una sibilina élite capitalina.
Además, si el objetivo de los independentistas cosmopolitas es ayudar a Barcelona, están fracasando. La intensificación del procés durante los últimos meses ha dañado la imagen de Barcelona y provocado un éxodo de empresas, muchas de ellas a Madrid.
Ya sucedió en Canadá. Con el crecimiento del independentismo quebequés, Montreal perdió la capitalidad económica frente a Toronto. Y es que algunos cosmopolitas pueden ser muy provincianos.
Sin embargo, el mundo globalizado es una contienda entre áreas metropolitanas. Madrid, con 6,5 millones de habitantes, y Barcelona, con cinco, compiten entre ellas, y con otras metrópolis europeas, por atraer inversiones.
Los gobiernos estatales intervienen en esta lucha global, favoreciendo a unas ciudades con, por ejemplo, unas infraestructuras ferroviarias o aeroportuarias. Y las élites económicas, culturales y sociales de Barcelona perciben que el Estado español ha elegido Madrid como su ciudad global. Con lo que algunos miembros de estas élites han llegado a la conclusión de que, para que Barcelona sea una ciudad global en pie de igualdad con la capital, necesita un Estado propio que la proteja.
¿Tienen motivos las élites barcelonesas para sentirse abandonadas por el Gobierno central? No hay respuesta fácil, porque la atracción que las capitales políticas ejercen sobre el capital económico es un fenómeno planetario. Que no sólo se da en países donde impera el capitalismo de amiguetes y los grandes negocios se cierran en los despachos de los ministros, sino también en los entornos más imparciales y limpios del mundo. Por ejemplo, Gotemburgo, la antigua capital industrial de Suecia, languidece ahora tras la estela de la refulgente Estocolmo. Y no se les ocurriría a los gotemburgueses culpar a una sibilina élite capitalina.
Además, si el objetivo de los independentistas cosmopolitas es ayudar a Barcelona, están fracasando. La intensificación del procés durante los últimos meses ha dañado la imagen de Barcelona y provocado un éxodo de empresas, muchas de ellas a Madrid.
Ya sucedió en Canadá. Con el crecimiento del independentismo quebequés, Montreal perdió la capitalidad económica frente a Toronto. Y es que algunos cosmopolitas pueden ser muy provincianos.